"Un, dos, tres, el escondite Inglés" de Rosario Rodriguez
- lasbatasverdes
- 17 ago 2014
- 3 Min. de lectura
"Un, dos, tres, el escondite Inglés"
Nací en una pequeña aldea de la provincia de Pontevedra, era tan pequeña que casi todos éramos parientes. Sin ir más lejos, a la escuela íbamos catorce alumnos, seis chicos y ocho chicas de edades muy dispares. Acacia era un año mayor que yo y era hija de una prima de mi madre. Supongo que por eso nos hicimos amigas inseparables. Pero en el año 1970 la vida no era muy fácil en la aldea y mis padres decidieron mudarse a La Coruña por que había posibilidades de trabajo. Yo no quería irme, pero a mi no me preguntaron, solo tenía trece años y mi opinión no importaba. Estaba decidido, a primeros de septiembre cogeríamos todos los bártulos y nos marcharíamos para siempre. Cuando se lo conté a Acacia se puso muy triste. Entre lloros nos juramos que jamás dejaríamos de ser amigas, que nos escribiríamos y que siempre estaríamos en contacto. Mientras tanto decidimos pasar el mejor verano de nuestra corta vida. Los días se sucedían rápidamente aquel último mes de agosto. Por las mañanas íbamos a bañarnos al rio y por las tardes dábamos largos paseos por los alrededores y siempre volvíamos a casa con los bolsillos llenos de moras, ciruelas o cualquier otra fruta que fuéramos a robar al huerto de algún vecino. Una tarde los chavales del pueblo nos pidieron que jugáramos con ellos al escondite ingles. Les dijimos que vale más que nada para que nos dejaran en paz. Pero nosotras habíamos planeado un paseo hasta un prado que estaba un poco alejado del pueblo. De modo que cuando empezó el juego, desaparecimos tras los límites de la aldea. Los pobres nos buscarían en vano toda la tarde. El prado estaba en un pequeño claro en el centro de un bosque de abedules. Un riachuelo rompía el silencio en su carrera y nos regalaba frescor. Nos tumbamos en la hierba y cerramos los ojos sintiendo que estábamos en conjunción con la naturaleza. De pronto, me embargó la tristeza, en unos días todo quedaría atrás. La aldea, los bosques, el prado mis amigos, mi niñez… Una lagrima furtiva corrió mejilla abajo hasta que unos labios suaves y carnosos la borraron con un dulce beso. Abrí los ojos y Acacia me estaba mirando con una extraña expresión en sus enormes ojos castaños. Sin mediar palabra desabrochó mi blusa y sus manos empezaron a acariciar mi cuerpo de una manera que yo no entendía. Con una maestría desconocida me liberó de la ropa y casi sin dame cuenta yo estaba haciendo los mismo con ella. Millones de agujas se incrustaban en mi cerebro que gritaba ¡no! Pero mi cuerpo se hizo independiente y anuló la voluntad racional para sumergirme en un mundo nuevo de sensaciones. Un canto de sirenas me envolvió hasta elevarme al borde del precipicio dejándome caer después como si fuera una hoja mecida por el viento. El regreso a la aldea fue un camino sin palabras. Nuestras manos entrelazadas hablaban su propio idioma. Han pasado treinta años, dos maridos y cuatro hijos. Hoy he vuelto a la aldea, son las fiestas patronales y quería que mis hijos conocieran las raíces de su madre, así que aquí estamos, oyendo misa en el penúltimo banco de la ermita. Los chicos con cara de hastío no dejan de protestar. Quizá ha sido una mala idea el viaje, la verdad es que a mi también me aburre bastante la misa, por eso me dedico a mirar las caras de los parroquianos y juego mentalmente al juego de ¿quién es quién?... es inútil, no recuerdo a nadie. Los que eran viejos cuando me fui ya se deben de haber muerto, los jóvenes son demasiado jóvenes y de mi edad hay tres o cuatro que tampoco recuerdo. El cura se está explayando con el sermón que no escucha nadie, aburrida me acomodo en el banco y cierro los ojos hasta que noto una presencia muy cercana a mi espalda. Miro por el rabillo del ojo y veo que hay una mujer vestida de oscuro arrodillada justo detrás. Giro todo el cuerpo para verla mejor y de pronto me encuentro navegando en unos inconfundibles y enormes ojos castaños que me interrogan dolorosamente. No tengo respuestas para Acacia, mi maestra de placeres clandestinos. Dejo la aldea sin volver la vista atrás, con la certeza de que jamás regresare. Aquí se queda mi pequeño secreto, enterrado en un pequeño prado mientras juego al escondite ingles. Rosario Rodríguez
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