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"Recreo" de Núria Burguillos

  • Foto del escritor: lasbatasverdes
    lasbatasverdes
  • 15 ago 2014
  • 4 Min. de lectura

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"Recreo"


Sonaba la campana y todas, con aquel movimiento mecánico aprendido en el parvulario, salíamos del pupitre arrastrando las sillas hacia atrás, con nuestro culito respingón. Un estallido de energía se expandía por la clase y, veloces como el viento, volábamos por el pasillo en busca del “percherito”. Allí atesorábamos nuestras piedras preciosas para la “xerranca”, las cuerdas, los saltadores, las pelotas y las gomas, y la bolsa de la merienda que nos preparaban las mamás.


Los pasillos con las taquillas de colores.jpg

Compartíamos el armarito con otras niñas, de dos en dos, aunque a veces era de tres en tres. Siempre con la de la letra de la lista más cercana a nuestro primer apellido: las de la A con la A o con la B, las de la B, con la A o con la C, y así hasta llegar a la lejana y enigmática letra Z. Las puertas de los armaritos eran de colores y a mí me gustaban las de color azul, aunque no siempre me tocaba. Además, había verdes, naranjas y amarillas, no recuerdo si rosas también. De lo que sí estoy segura es de que no había lilas, ¡qué curioso!, el color que luego descubrimos que nos identificada con la liberación de la mujer y del que me enamoré.



Sonaba la campana y, como avecillas enjauladas, traspasábamos los barrotes del aula para salir a jugar. Unas alzaban el vuelo directas al patio, pero otras se quedaban –literalmente- atrapadas entre ellos, ja, ja, ja. Los barrotes que daban acceso a las aulas nos encantaban y, para nosotras, eran una diversión. ¡Y no era fácil deslizarse entre ellos, a pesar de nuestras ágiles y esbeltas figuras!, para eso había que tener una habilidad especial. Casi todas, alguna vez en la vida, hemos estado atrapadas entre barrotes y aquéllos, seguramente, fueron la antesala simbólica de lo que tenía que pasar. Pero éramos niñas, no sabíamos nada de la vida y metíamos la cabeza en cualquier sitio.



El recreo siempre era una alegría, una algarabía. Jugábamos a todo: baloncesto, quemadas, comba, “xerranca”, gomas…, nuestros gráciles cuerpos nos lo permitían y nuestro mundo era toda una filosofía. Dedicábamos tardes enteras a recorrer el barrio para buscar las mejores piedras para jugar. A mí me gustaban las de mármol, porque pesaban y no resbalaban al otro lado de la raya cuando la tirabas, caían siempre en el lugar adecuado. Otra aventura emocionante era ir a la mercería: “Dos metros de goma, por favor”, pedíamos con emoción. ¡Huy, parece que me estoy viendo, indecisa entre la blanca y la negra, la gruesa o la más finita! A mí me gustaba la blanca y recién comprada, pero me entristecía cuando se ensuciaba… ¡Sí, sí, esos eran los problemas que nos acuciaban! Pero lo que realmente me encantaba era ver cómo la señora que despachaba medía los metros de goma con la cinta que tenía debajo del cristal del mostrador. Era como un ritual y esa fascinación me dura hasta hoy en día.



chicles Nina Cromos.jpg

Otra actividad que nos fascinaba era completar álbumes, de lo que fuera. Los había de todas clases: de zoología, de botánica, de historia, de deportistas y hasta de geografía. En algunas colecciones, los sobres de cromos se compraban en la librería, pero en otras, salían en productos alimenticios o en las golosinas. Recuerdo con especial cariño la colección de los chicles Nina; sus cromos eran de un material especial, con vestidos de todos los estilos y colores, o los del chocolate Buana que, aunque era más malo que Elgorriaga, nos gustaba comprar por sus cromos con fascinantes escenas africanas. Los de otras colecciones se compraban en sobres pero, como no teníamos mucho dinero, nuestra diversión principal era el intercambio de los “repes” en la hora del recreo. Llevábamos los bolsillos de las batas verdes cargados de ilusiones para intercambiar. Hacíamos una lista con todos los números para llevar un control de los que teníamos y de los que no. Y, conforme íbamos consiguiendo los que nos faltaban, los marcábamos con una cruz. ¡Qué emocionante era conseguir el último, que siempre era el que más escaseaba! De mayores también nos dimos cuenta de que eso era un negocio, otro engaño de la vida.



Sonaba la campana para salir al recreo y la música de la megafonía nos ordenaba entrar. Un repertorio de marchas militares nos llevaba de nuevo a las aulas, que para muchas eran cárceles y para otras eran alas hacia el conocimiento y la verdad. Años después, en una pastelería, algunas cantaban a coro una marcha militar, recordando con estupefacción los tiempos oscuros de la Dictadura; pero nosotras entonces éramos vírgenes y no sabíamos nada de la otra vida.


Crecimos, estudiamos, creamos familias, hicimos nuevos amigos, viajamos, descubrimos mundos desconocidos, y muchas de nosotras perdimos el contacto, a pesar de la cercanía. Pero un día sonó de nuevo la campana, en forma de teléfono móvil, y nos volvió a juntar en el patio. Desde entonces, la campana no deja de sonar y todas acudimos, cuando podemos. Allí jugamos, intercambiamos lo que nos sobra por lo que nos falta, reímos, nos emocionamos y nos divertimos. Es nuestro nuevo recreo, donde bailamos al son de la música que nos da la gana, no de la que nos imponen, un espectáculo de emociones que acaba de comenzar.

Núria Burguillos L’Hospitalet de Llobregat – España

 
 
 

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